jueves, 20 de septiembre de 2012

En el fondo, hasta el más progre es reconserva

 

 

Ser joven y excéntrico no libera del conservadurismo.
Curiosamente, en las últimas sesenta décadas, hemos ido aceptando y permitiendo enormes cambios sociales y gigantezcos cambios estéticos, todos acordes con el tiempo y hasta en casi todas las disciplinas artísticas.
La pintura, la fotografía, la música, el teatro, el cine, la arquitectura, etc., se han modificado con el correr de los años sin demasiadas dificultades, salvo en dos: la ópera y el ballet, en las que pese a un mundo globalizado que gira casi a velocidad luz, todavía nos abocamos empedernidamente en la reproducción visual e histórica que nos indican los libretos escritos hace cientos de años, aún cuando aceptamos que en pintura nadie plasme hoy sus ideas de idéntica forma y técnica que Leonardo da Vinci, Picasso o Modigliani.
Así como la biografía de una determinada persona va modificando el análisis de su vida acorde con la visión social y cultural del momento en que se la escribe, lo mismo ocurre con la interpretación de una obra clásica. Sin embargo, la ópera y el ballet se están retrasando respecto de aquellos cambios que están ocurriendo en la literatura, el teatro y el arte en general.
Arte, ha sido siempre la respuesta estética y emocional del artista a su entorno y al mundo en el que vive.
El problema es que muchos de nosotros contribuimos a este retraso inconcientemente y  hacemos todo lo posible, incluso desde las facultades de arte para que todo permanezca igual.
Diseñar un vestuario histórico con materiales no convencionales, no significa contemporaneizarlo, sino simplemente un vestuario histórico en plástico o lo que sea y nada más.

Si hablamos de ópera, tenemos que reconocer que ni Georg Friedrich Händel ambientó su obra Julius Caesar en Egipto 48 años antes de Cristo como indica el libreto cuando la puso en escena en Londres en 1724, ni Christoph Willibald Gluck estrenó su Orfeo y Eurídice en Viena en 1762 con la estética de la antigua Grecia en la que se mueven los personajes, sino que ambos llevaron la imagen escénica a su propia época, el barroco. ¿Por qué entonces insistimos todavía hoy en darles la misma imagen con la que ellos en su momento las llevaron a un escenario o nos vamos al otro extremo creyendo que abusando de la técnica moderna lograremos algo?...
La actualidad de una ópera, tampoco debe necesariamente recurrir y hasta basarse en fenómenos visuales de un hiperentusiasmo técnico por lo general siempre desmedido, para ser considerada moderna.
Un ejemplo de esto es Idomeneo. Mozart compuso en ella un coro de marineros que se ahogan, se hunden: "Pieta, Numi, Pieta". El gesto musical de la orquesta y el canto del coro crean ese hundimiento. Mozart, como la gran mayoría de la audiencia que en 1781 concurrió al estreno de la ópera en Munich, jamás habían visto el mar y sólo lo conocían por relatos, es simplemente la orquesta la que crea al mar en el que los marineros cantan. En nuestros días resulta a la inversa, todos hemos estado en el mar, lo conocemos; la mayoría quizás, en vivo, y algunos, lo ha visto a través de la televisión, el cine o al menos la fotografía. El espacio ilusórico ya está dado en la música y el canto, sin embargo no es inusual que en los montajes actuales, ignoremos esto y observemos una desmedida ambición técnica de olas y agua, es decir, una iconografía absolutamente al azar, prestada, usada y hasta fatigada que por lo general, resulta tan equivocada como la reproducción histórica cuando en realidad toda ópera se beneficiaría hoy si racionáramos terminantemente la ilustración y la descripción espacial, porque lo que hace a la vigencia de este arte es exclusivamente el tema, escrito y compuesto.
De todas maneras, si bien meditar sobre estos aspectos ayudaría a explicar en parte las causas, no alcanza para definir y superar el por qué tanto la ópera como el ballet han quedado estancados y lograr hacer nuevas propuestas en estos medios, a veces sólo desata la indignación del público adicto y naturalmente incluso la de algunos críticos.
La razón principal no tiene que ver con lo más lógico que podría ser basarse en la imposibilidad de actualizar su temática argumentativa, o el movimiento antinatural que implican el canto o el ballet, sino que más bien tiene que ver con que somos nosotros mismos quienes en el fondo no podemos despegarnos de ciertos conceptos anquilosados que llevamos casi en forma endovenosa.
Lo peor de todo es que ni siquiera nos hemos detenido a pensarlo, porque ni nos damos cuenta de que así sea.
En teatro, por ejemplo, muchos se jactan de trabajar en espacios no convencionales como si eso les diese el salvoconducto a lo innovador y en definitiva, trabajen donde trabajen sólo reproducen inconcientemente formas de escenario a la italiana, cámaras negras o iluminación con touch discoteca; o creen que hacer teatro para niños implica actuar moviéndose como  un muñeco de trapo avergonzado y hablando bajito para no despertar al zorro, o que las brujas tienen berrugas y narices enormes para poder ser remalas o que los orientales caminan con pasos cortitos e inclinados hacia adelante.  Un sinnúmero de estereotipos, prejuicios y certidumbres insensatas que sólo logran estorbar cuando se trata de crear y avanzar en el siglo XXI.
 En este sentido, pareciera que la ópera, aún cuando modernizada o performática, se trata de cantar agudo, moverse como uno cree que se movió Mozart, pintarse la cara como una puerta y vivir en un castillo.
No es posible generar nada nuevo sin cuestionar lo que ya existe. No se puede generar algo nuevo sin asumir el riesgo de la incertidumbre. Para hacer que nada de lo que existe cambie, es mejor ir a lo seguro; repetir y adornar. Si Duchamp modificó el arte, seguir exhibiendo mingitorios, sillas o trastos varios no hace más que perpetuar lo ya asimilado; no nos queda nada para ver porque ya lo hemos visto. Conservar para permanecer.